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La Columna del Emperador.

miércoles, 4 de mayo de 2016

Columnas del Palacio de Carlos V.

Los cinceles seguían con rítmico golpeteo las trazas en la piedra, una y otra vez el martillo golpeaba con fuerza la barrena y poco a poco la columna de piedra pudinga del Turro iba apareciendo en escena. Mientras tanto el mozo se afana en deslizar las cuñas por las hendiduras que va abriendo el maestro cantero del Turro.
Una preciosa muchacha observaba con atención la maniobra de los canteros afanados en ir dando forma cilíndrica a las columnas del proyecto más ambicioso del emperador Carlos V, un impresionante palacio en el centro de la Alhambra.
La cantera parecía un hervidero de gente trabajando, pero solo a uno la muchacha miraba con ternura. Sus ojos estaban puestos en el que engrasa los travesaños de madera, las columnas tenían que deslizarse suavemente por las maderas de los carros, que las transportarán hasta Granada, cada una de ellas podía llegar a pesar varias toneladas.
La muchacha se acercó al joven sudoroso y le ofreció un trozo de pan y un poco de tocino que junto con una cuartilla de vino del terreno sería el almuerzo del día. Llevaban casados apenas un par de meses, ella era de Pinos Puente y él de Loja y aunque sus familias no estaban muy de acuerdo con el matrimonio por ser él payo y ella gitana, ellos se amaban y su amor no entendía de etnias.
Decían de ella que había heredado la belleza de su madre y los dones para ver el futuro, algunos la tachaban de que era medio bruja…pero eso eran habladurías del pueblo. De él se decía que era un gran muchacho de buen corazón y que su abuelo combatió contra los moros a las órdenes del Gran Capitán, de familia humilde pero trabajadora.



El comienzo del palacio hizo que el trabajo, que tanto escaseaba, volviera a las canteras del pequeño anejo de Cacín, dando empleo a muchos vecinos de los pueblos de alrededor, entre ellos a Juan. De aquí se extraería las 32 columnas del palacio del Emperador Carlos V, la alegría y la esperanza se habían instalado en el Turro… porque donde hay trabajo la miseria y desventura desaparece.
El tiempo de reponer fuerzas se había agotado y se tenía que continuar con el trabajo, pero siempre había tiempo para un beso y un abrazo de su joven mujer que lo despidió con un guiño y contorneo de caderas llevándose los suspiros de los compañeros de Juan. Las voces de los capataces hicieron reaccionar a los peones y todos comenzaron su labor… cada uno a lo suyo.
La columna se resistía a desplazarse por los maderos hacia el carro que la espera para llevarla a Granada, los arrieros metían prisa, es la última de este día y el carretero quería llegar a su destino antes de que anocheciera. La muchacha se quedo mirando a su marido desde lo alto del cerro, un presagio nada bueno la atenazaba el pecho, cuando lo vio meterse debajo del carro intentando tirar de una de las maderas que tenía atascada a la pesada columna.
Canteras del Turro.
El arriero volvió a apremiar a los peones  dando gritos e insultando a todo bicho viviente… la tensión de las cuerdas que sujetaban la pesada mole, era cada vez mayor y el esfuerzo estaba al límite; Los hombres también se encontraban agotados y Juan seguía debajo del carro soportando los insultos del despreciable  mulero.
Una de las cuerdas cedió y rompió la madera que sujeta la columna trazando una trayectoria directa a Juan que le golpeó en plena espalda derribandolo y aplastando contra el suelo, todos gritaban y nadie sabía qué hacer, intentaron levantar la columna pero pesaba demasiado, el pobre Juan agonizaba debajo de la enorme mole.
La mujer bajó corriendo cerro abajo, cayendo y dando traspiés, saltando piedras y ramas hasta llegar donde se encontraba su marido, que a duras penas respiraba.
Los compañeros hicieron un artilugio para poder levantar la columna y poco a poco la elevaron lo suficiente para poder sacar a Juan de su mortal lugar. Con mucho cuidado el capataz que dirigía la operación lo depositó en una improvisada camilla, su mujer lloraba amargamente sin cesar de acariciarlo. El barbero ejercía de médico no pudo hacer nada, solo esperar el desenlace pues el cuerpo de Juan estaba totalmente aplastado y con la columna vertebral partida en dos. Lo que más le extraña es que siguiera con vida después del terrible impacto de la columna.
Con el ultimó hilo de voz preguntó a su mujer si la columna se había roto…ella negó con la cabeza, mientras las lágrimas no le dejaban pronunciar palabra.
El arriero con desacierto comentó:
––Menos mal porque si se llega a romper hubiera tenido que esperar otra carga habiendo perdido tiempo y dinero.
A lo que la mujer en un ataque de furia se encaró al arriero y con las manos en crispadas como garras de halcón y dispuesta a sacarle los ojos al despreciable mulero… «¡vive dios que lo hubiera conseguido si  no es por él capataz, que la agarró a tiempo¡»… mirándole a la cara le maldijo diciéndole:
 ––¡Tú no verás esta columna en su sitio, porque ella se partirá como a mi marido lo ha partido antes de llegar a su destino y tú, maldito perro de satanás, morirás pisoteado por tus propios mulos, ahogado por tu propia sangre y con los huesos hechos astillas!
El arriero se estremeció y busco otro lugar fuera de la mirada penetrante de la muchacha. Al pobre Juan lo llevaron a su casa donde expiró esa misma noche entre los gritos de dolor de su joven esposa.
A la mañana siguiente el carretero inició su camino hacia Granada cargado con la maldita columna y tirada por seis fuertes mulos. Al llegar a la villa de Chauchina los mulos se asustaron de una sombra que atravesó el camino, estos se espantaron dando brincos y saltos. El arriero intentó sujetarlos y en un traspié cayó debajo de los cascos de los brutos, que lo pisotearon hasta matarlo, ahogándolo en su propia sangre… no sin antes volcar el carro y partir la columna en varios trozos.
La maldición de la joven gitana se cumplió hasta la última de sus palabras y prueba de ello quedó, para que ustedes señores lectores puedan comprobarlo:

«Un trozo de dicha columna se encuentra en la puerta de la Iglesia del Santo Cristo de la Humildad de Chauchina, quizás para redimir los pecados de un arriero sin corazón».