Columnas del Palacio de Carlos V. |
Los cinceles seguían con rítmico
golpeteo las trazas en la piedra, una y otra vez el martillo golpeaba con
fuerza la barrena y poco a poco la columna de piedra pudinga del Turro iba apareciendo
en escena. Mientras tanto el mozo se afana en deslizar las cuñas por las hendiduras
que va abriendo el maestro cantero del Turro.
Una preciosa muchacha observaba
con atención la maniobra de los canteros afanados en ir dando forma cilíndrica
a las columnas del proyecto más ambicioso del emperador Carlos V, un
impresionante palacio en el centro de la Alhambra.
La cantera parecía un hervidero
de gente trabajando, pero solo a uno la muchacha miraba con ternura. Sus ojos
estaban puestos en el que engrasa los travesaños de madera, las columnas tenían
que deslizarse suavemente por las maderas de los carros, que las transportarán hasta Granada, cada una de ellas podía llegar a pesar varias toneladas.
La muchacha se acercó al joven
sudoroso y le ofreció un trozo de pan y un poco de tocino que junto con una
cuartilla de vino del terreno sería el almuerzo del día. Llevaban casados
apenas un par de meses, ella era de Pinos Puente y él de Loja y aunque sus
familias no estaban muy de acuerdo con el matrimonio por ser él payo y ella
gitana, ellos se amaban y su amor no entendía de etnias.
Decían de ella que había heredado la belleza de su madre y
los dones para ver el futuro, algunos la tachaban de que era medio bruja…pero
eso eran habladurías del pueblo. De él se decía que era un gran muchacho de
buen corazón y que su abuelo combatió contra los moros a las órdenes del Gran
Capitán, de familia humilde pero trabajadora.
El comienzo del palacio hizo que el trabajo, que tanto
escaseaba, volviera a las canteras del pequeño anejo de Cacín, dando empleo a
muchos vecinos de los pueblos de alrededor, entre ellos a Juan. De aquí se extraería
las 32 columnas del palacio del Emperador Carlos V, la alegría y la esperanza se
habían instalado en el Turro… porque donde hay trabajo la miseria y desventura desaparece.
El tiempo de reponer fuerzas se
había agotado y se tenía que continuar con el trabajo, pero siempre había
tiempo para un beso y un abrazo de su joven mujer que lo despidió con un guiño
y contorneo de caderas llevándose los suspiros de los compañeros de Juan. Las
voces de los capataces hicieron reaccionar a los peones y todos comenzaron su
labor… cada uno a lo suyo.
La columna se resistía a
desplazarse por los maderos hacia el carro que la espera para llevarla a Granada,
los arrieros metían prisa, es la última de este día y el carretero quería
llegar a su destino antes de que anocheciera. La muchacha se quedo mirando a su
marido desde lo alto del cerro, un presagio nada bueno la atenazaba el pecho,
cuando lo vio meterse debajo del carro intentando tirar de una de las maderas
que tenía atascada a la pesada columna.
Canteras del Turro. |
El arriero volvió a apremiar a
los peones dando gritos e insultando a
todo bicho viviente… la tensión de las cuerdas que sujetaban la pesada mole, era
cada vez mayor y el esfuerzo estaba al límite; Los hombres también se
encontraban agotados y Juan seguía debajo del carro soportando los insultos del
despreciable mulero.
Una de las cuerdas cedió y rompió
la madera que sujeta la columna trazando una trayectoria directa a Juan que le golpeó en plena espalda derribandolo y aplastando contra el suelo, todos
gritaban y nadie sabía qué hacer, intentaron levantar la columna pero pesaba
demasiado, el pobre Juan agonizaba debajo de la enorme mole.
La mujer bajó corriendo cerro
abajo, cayendo y dando traspiés, saltando piedras y ramas hasta llegar donde se
encontraba su marido, que a duras penas respiraba.
Los compañeros hicieron un
artilugio para poder levantar la columna y poco a poco la elevaron lo
suficiente para poder sacar a Juan de su mortal lugar. Con mucho cuidado el
capataz que dirigía la operación lo depositó en una improvisada camilla, su
mujer lloraba amargamente sin cesar de acariciarlo. El barbero ejercía de médico
no pudo hacer nada, solo esperar el desenlace pues el cuerpo de Juan estaba
totalmente aplastado y con la columna vertebral partida en dos. Lo que más le
extraña es que siguiera con vida después del terrible impacto de la columna.
Con el ultimó hilo de voz
preguntó a su mujer si la columna se había roto…ella negó con la cabeza, mientras
las lágrimas no le dejaban pronunciar palabra.
El arriero con desacierto
comentó:
––Menos
mal porque si se llega a romper hubiera tenido que esperar otra carga habiendo
perdido tiempo y dinero.
A lo que la mujer en un ataque de
furia se encaró al arriero y con las manos en crispadas como garras de halcón y
dispuesta a sacarle los ojos al despreciable mulero… «¡vive dios que lo hubiera
conseguido si no es por él capataz, que
la agarró a tiempo¡»… mirándole a la cara le maldijo diciéndole:
––¡Tú no verás esta columna en su sitio,
porque ella se partirá como a mi marido lo ha partido antes de llegar a su
destino y tú, maldito perro de satanás, morirás pisoteado por tus propios mulos,
ahogado por tu propia sangre y con los huesos hechos astillas!
El arriero se estremeció y busco
otro lugar fuera de la mirada penetrante de la muchacha. Al pobre Juan lo
llevaron a su casa donde expiró esa misma noche entre los gritos de dolor de su
joven esposa.
A la mañana siguiente el
carretero inició su camino hacia Granada cargado con la maldita columna y tirada
por seis fuertes mulos. Al llegar a la villa de Chauchina los mulos se
asustaron de una sombra que atravesó el camino, estos se espantaron dando
brincos y saltos. El arriero intentó sujetarlos y en un traspié cayó debajo de
los cascos de los brutos, que lo pisotearon hasta matarlo, ahogándolo en su
propia sangre… no sin antes volcar el carro y partir la columna en varios trozos.
La maldición de la joven gitana
se cumplió hasta la última de sus palabras y prueba de ello quedó, para que
ustedes señores lectores puedan comprobarlo:
«Un trozo de dicha columna se
encuentra en la puerta de la Iglesia del Santo Cristo de la Humildad de
Chauchina, quizás para redimir los pecados de un arriero sin corazón».