La
niebla había cubierto todo el horizonte,
fue de pronto, sin que nos diéramos cuenta
en medio de un mar azul, nos
envolvió en una espesa niebla. El oficial del fuerte Don Pedro Gómez había dado
instrucciones para dirigir los cañones hacia la punta de Cerro Gordo. Los
vigías de la atalaya habían dado la voz de alarma, dos barcos
de corsarios berberiscos se acercaban con viento de levante, intentando entrar en la bahía de La Herradura
para hacer cautivos y aprovisionarse arrasando el pueblo como solían hacer desde
tiempos inmemoriales. En ocasiones sus incursiones podían llegar hasta Jete y
Otívar saqueando todo lo que encontraban a su paso.
El
castillo de San Miguel de Almuñécar
quedaba lejos y sus baterías no llegaban a divisar el peligro que se
cernía en La Herradura; Este puerto
natural es el preferido por los piratas
para el desembarco, ya que sus aguas profundas
y tranquilas son ideales para sus fines.
Por
eso nuestro Rey Carlos III destinó una partida del presupuesto real en reformar una antigua torre de refugio, a
la izquierda del río Jate, en el extremo occidental de la playa de La Herradura,
a unos 150 metros de la orilla del mar. La principal función del Castillo (1768) era defender este extremo de la costa del reino de Granada dotándolo de una batería
de cuatro cañones, alojando una guarnición, sirvientes de artillería e
infantes, jinetes de vigilancia y guarda
del litoral. La plantilla estaba compuesta por 1 oficial, dos cabos y 12
soldados de infantería, 1 cabo y 4 soldados de caballería, 1 cabo y 4 soldados
de artillería, 1 guarda de almacén y 1 cura. Su objetivo era impedir el
desembarco de corsarios.
Pero
esta maldita niebla de última hora nos va hacer
la defensa más difícil pues no los vamos a localizar hasta que estén
encima de nosotros. Todos estamos con el oído puesto en lo que viene del mar
pero es como si estuviéramos ciegos. De repente se oyen una gran andanada de
explosiones y el silbar de las balas de
cañón que pasan por nuestras cabezas y estrellándose en el terraplén detrás del
castillo. Solo se ha visto el fogonazo pero todavía no se ve la silueta del barco.
El oficial da las órdenes a los
artilleros para que dirijan los cuatro cañones hacia la niebla en el
lateral donde se ha visto los
resplandores de la descarga, una primera andanada de los cuatro cañones de 36
libras hacen retumbar los oídos de los que estábamos allí.
Desde
lo alto del Castillo no podemos apreciar dónde han ido a parar nuestros
disparos, nos queda solo esperar haber acertado alguno de los tiros en las
galeras de los piratas. El cabo de artillería manda cargar de nuevo los cañones
pero esta vez con proyectiles de balas encadenadas, esta son más destructivas
al ir unidas por una cadena que siega todo lo que encuentra a su paso.
El
viento empieza a soplar de poniente, la
niebla desaparecerá pronto, tan rápido como ha venido, la visión de los
corsarios es ahora mucho más nítida, uno se ha apostado cerca de la Punta de la
Mona para el desembarco en la playa, el otro está maniobrando hacia babor presentado los dieciséis cañones de ocho
libras dispuestos a reventar el Castillo.
Don
Pedro da la orden de que salgan los soldados de infantería y caballería con sus respectivos mandos hacia la playa en
busca de los piratas atracados en la Punta de la Mona, mientras tanto, él y los que somos de artillería nos
apresuramos a preparar nuestros cuatro cañones “Trueno”, “Zocato”, “Reventón” y “Cabezón”
para otra andanada, esta vez de saquitos de metralla que reparten mejor el daño
siempre y cuando el objetivo no esté a
más de cuatrocientos metros.
El
parapeto está siendo castigado por las balas corsarias de manera insistente, no
sabremos cuánto podremos aguantar, aunque los muros del Castillo resisten el
envite, algunas balas de los
corsarios están abriendo brechas en los
muros del lado sur. Las miradas se centran en el polvorín por la amenaza que
puede suponer.
Se
oyen rumores de lucha a lo lejos, quizás
los que están pasando lo peor, sean mis compañeros de infantería y
caballería al tener que enfrentarse a
veinte o treinta piratas, dispuestos a
todo para conseguir su botín.
El
oficial Pedro Gómez que ya estuvo en la
guerra contra Inglaterra mantiene su frialdad
y da confianza a los que nunca hemos estado en batalla, pero a pesar de
eso la balanza se está inclinando del lado de los corsarios. La situación en el
fuerte se está poniendo fea, uno de mis compañeros ha sido herido por un rebote
de metralla y le ha arrancado media pierna. El cura lo está atendiendo tanto en
lo físico como espiritualmente así pues
todos tenemos miedo, pero sabemos lo que les pasa a los que caen en manos de
piratas y eso hace que nuestras entrañas se revuelvan. No somos valientes tan solo queremos salvar nuestro pellejo, así
que a volver a meter el palo con la
esponja para refrescar el ánima, no
fuera que hubiera algún rescoldo anterior que al meter el cartucho de pólvora
nos reviente en la cara. Después el cepillo para quitar la suciedad del disparo y vuelta a meter el cartucho de
pólvora, la bala y el taco de estopa
ayudados por el atacador, los cuatro
cañones están otra vez preparados para disparar y solo habrá que perforar el
cartucho con el punzón y echar en el oído del cañón un poco de pólvora con el
cuerno y arremeter el botafuego para que
se inicie la ignición.
Pero
esta vez la operación de carga de los cañones se iba a cambiar, la
desesperación hace tomar decisiones
arriesgadas y así lo ordenó el oficial Don Pedro.
—La balas de cañón ponerlas al rojo vivo…rápido en la hoguera
calentarlas hasta que estén a punto de derretirse…¡¡¡por vuestros pellejos. No
me habéis oído!!!
La
maniobra que el Oficial propone es demasiado arriesgada pues una bala puesta al
rojo vivo y meterla en el ánima del cañón, tenía todas las fatalidades para que
explote el cañón al contacto con el cartucho de pólvora. Nos miramos con
extrañeza y temor pues no sabemos que es peor los piratas o Don Pedro que había
perdido la cabeza, pero el sable desenvainado y la cara de pocos amigos, nos hace cumplir las órdenes… mas sabe el diablo por
viejo que por diablo.
La
cuña del cañón se movió lo justo para apuntar lo mejor posible al barco
pirata, mis compañeros atacaron bien el
cartucho de pólvora y cuando los cuatros
cañones estaban preparados para meter las balas al rojo vivo, Don Pedro dio la orden, encender la pólvora del oído del cañón con el
botafuego y meter la bala por el ánima es todo en uno, el estruendo es brutal,
la humareda envuelve todo el Castillo.
Con los
oídos casi reventados de la
detonación y las caras ennegrecidas por el humo, no atinamos a ver el resultado de la operación. Solo cuando
nos sobreviene una segunda gran explosión, es cuando nos damos cuenta que
hemos dado en el blanco, en la
"santabarbara" o mejor dicho en el cuarto de pólvora del barco
pirata, volándolo por los aires con toda su tripulación.
La estrategia de
Don Pedro había funcionado, una bala fría no hubiera conseguido el resultado
que ansiábamos todos, la temperatura de las balas no solo podían penetrar mejor
en el casco sino que podían producir un incendio en el mismo.
Cuando
el humo se fue esparciendo pudimos comprobar
que el “Zocato” había reventado malhiriendo al cabo y a un artillero que lo
manejaba, Don Pedro también se llevó lo suyo pues uno de los cascotes del cañón
le arrancó un brazo de cuajo y un ojo, pero sobrevivió a las heridas. Los nuestros que habían partido en busca del
otro navío llegaron con alguna que otra baja pero satisfechos de que el pueblo
de La Herradura se presentará también a ayudarlos y presentar batalla con todo
lo que tenían, horcas, hachas, guadañas y palos pues ellos eran hombres y mujeres
de condición humilde pero dispuestos a defender su tierra y honor.