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El Castillo de la Herradura.

lunes, 8 de febrero de 2016



La niebla  había cubierto todo el horizonte, fue de pronto, sin que nos diéramos cuenta  en medio de un mar azul,  nos envolvió en una espesa niebla. El oficial del fuerte Don Pedro Gómez había dado instrucciones para dirigir los cañones hacia la punta de Cerro Gordo. Los vigías de la atalaya habían dado la voz de alarma, dos  barcos  de corsarios berberiscos se acercaban con viento de levante,  intentando entrar en la bahía de La Herradura para  hacer cautivos y  aprovisionarse  arrasando el pueblo como solían hacer desde tiempos inmemoriales. En ocasiones sus incursiones podían llegar hasta Jete y Otívar saqueando todo lo que encontraban a su paso.
El castillo de San Miguel de Almuñécar  quedaba lejos y sus baterías no llegaban a divisar el peligro que se cernía en La Herradura;  Este puerto natural es el  preferido por los piratas para el desembarco,  ya que sus aguas profundas y tranquilas son  ideales para sus fines.

Por eso nuestro Rey Carlos III destinó una partida del presupuesto real  en reformar una antigua torre de refugio, a la izquierda del río Jate, en el extremo occidental de la playa de La Herradura, a unos 150 metros de la orilla del mar. La principal  función del Castillo (1768) era  defender este extremo de la costa  del reino de Granada dotándolo de una batería de cuatro cañones, alojando una guarnición, sirvientes de artillería e infantes,  jinetes de vigilancia y guarda del litoral. La plantilla estaba compuesta por 1 oficial, dos cabos y 12 soldados de infantería, 1 cabo y 4 soldados de caballería, 1 cabo y 4 soldados de artillería, 1 guarda de almacén y 1 cura. Su objetivo era impedir el desembarco de corsarios.
Pero esta maldita niebla de última hora nos va hacer  la defensa más difícil pues no los vamos a localizar hasta que estén encima de nosotros. Todos estamos con el oído puesto en lo que viene del mar pero es como si estuviéramos ciegos. De repente se oyen una gran andanada de explosiones  y el silbar de las balas de cañón que pasan por nuestras cabezas y estrellándose en el terraplén detrás del castillo.  Solo se ha visto el fogonazo  pero todavía no se ve la silueta del barco. El oficial da las órdenes  a los artilleros para que dirijan los cuatro cañones hacia la niebla en el lateral  donde se ha visto los resplandores de la descarga, una primera andanada de los cuatro cañones de 36 libras hacen retumbar los oídos de los que estábamos allí.
Desde lo alto del Castillo no podemos apreciar dónde han ido a parar nuestros disparos, nos queda solo esperar haber acertado alguno de los tiros en las galeras de los piratas. El cabo de artillería manda cargar de nuevo los cañones pero esta vez con proyectiles de balas encadenadas, esta son más destructivas al ir unidas por una cadena que siega todo lo que encuentra a su paso.

El viento empieza a soplar de poniente,  la niebla desaparecerá pronto, tan rápido como ha venido, la visión de los corsarios es ahora mucho más nítida, uno se ha apostado cerca de la Punta de la Mona para el desembarco en la playa, el otro está maniobrando hacia babor  presentado los dieciséis cañones de ocho libras dispuestos a reventar el Castillo.
Don Pedro da la orden de que salgan los soldados de infantería y caballería  con sus respectivos mandos hacia la playa en busca de los piratas atracados en la Punta de la Mona, mientras tanto, él  y los que somos de artillería nos apresuramos  a preparar nuestros cuatro cañones  “Trueno”, “Zocato”, “Reventón” y “Cabezón” para otra andanada, esta vez de saquitos de metralla que reparten mejor el daño siempre y cuando  el objetivo no esté a más de cuatrocientos metros.
El parapeto está siendo castigado por las balas corsarias de manera insistente, no sabremos cuánto podremos aguantar, aunque los muros del Castillo resisten el envite, algunas  balas  de  los corsarios están abriendo brechas en  los muros del lado sur. Las miradas se centran en el polvorín por la amenaza que puede suponer.
Se oyen rumores de lucha a lo lejos,  quizás los que están pasando lo peor, sean mis compañeros de infantería y caballería  al tener que enfrentarse a veinte o treinta piratas,  dispuestos a todo para conseguir su botín.

El oficial Pedro Gómez  que ya estuvo en la guerra contra Inglaterra mantiene su frialdad  y da confianza a los que nunca hemos estado en batalla, pero a pesar de eso la balanza se está inclinando del lado de los corsarios. La situación en el fuerte se está poniendo fea, uno de mis compañeros ha sido herido por un rebote de metralla y le ha arrancado media pierna. El cura lo está atendiendo tanto en lo físico como  espiritualmente así pues todos tenemos miedo, pero sabemos lo que les pasa a los que caen en manos de piratas y eso hace que nuestras entrañas se revuelvan. No somos valientes  tan solo queremos salvar nuestro pellejo, así que a volver a meter  el palo con la esponja para refrescar el ánima,  no fuera que hubiera algún rescoldo anterior que al meter el cartucho de pólvora nos reviente en la cara. Después el cepillo para quitar la suciedad  del disparo y vuelta a meter el cartucho de pólvora,  la bala y el taco de estopa ayudados por el  atacador, los cuatro cañones están otra vez preparados para disparar y solo habrá que perforar el cartucho con el punzón y echar en el oído del cañón un poco de pólvora con el cuerno  y arremeter el botafuego para que se inicie  la ignición.
Pero esta vez la operación de carga de los cañones se iba a cambiar, la desesperación hace tomar decisiones  arriesgadas y así lo ordenó el oficial Don Pedro.
—La balas de cañón  ponerlas al rojo vivo…rápido en la hoguera calentarlas hasta que estén a punto de derretirse…¡¡¡por vuestros pellejos. No me habéis oído!!!
La maniobra que el Oficial propone es demasiado arriesgada pues una bala puesta al rojo vivo y meterla en el ánima del cañón, tenía todas las fatalidades para que explote el cañón al contacto con el cartucho de pólvora. Nos miramos con extrañeza y temor pues no sabemos que es peor los piratas o Don Pedro que había perdido la cabeza, pero el sable desenvainado y la  cara de pocos amigos, nos hace  cumplir las órdenes… mas sabe el diablo por viejo que por diablo.

La cuña del cañón se movió lo justo para apuntar lo mejor posible al barco pirata,  mis compañeros atacaron bien el cartucho de pólvora  y cuando los cuatros cañones estaban preparados para meter las balas al rojo vivo,  Don Pedro dio la orden,  encender la pólvora del oído del cañón con el botafuego y meter la bala por el ánima es todo en uno, el estruendo es brutal, la humareda envuelve todo el Castillo.
 Con los  oídos casi  reventados de la detonación y las caras ennegrecidas por el humo, no atinamos  a ver el resultado de la operación. Solo cuando nos sobreviene una segunda gran explosión, es cuando nos damos cuenta que hemos  dado en el blanco, en la "santabarbara" o mejor dicho en el cuarto de pólvora del barco pirata, volándolo por los aires con toda su tripulación.
 La estrategia de Don Pedro había funcionado, una bala fría no hubiera conseguido el resultado que ansiábamos todos, la temperatura de las balas no solo podían penetrar mejor en el casco sino que podían producir un incendio en el mismo.
Cuando el humo se fue esparciendo  pudimos comprobar que el “Zocato” había reventado malhiriendo al cabo y a un artillero que lo manejaba, Don Pedro también se llevó lo suyo pues uno de los cascotes del cañón le arrancó un brazo de cuajo y un ojo, pero sobrevivió a las heridas.  Los nuestros que habían partido en busca del otro navío llegaron con alguna que otra baja pero satisfechos de que el pueblo de La Herradura se presentará también a ayudarlos y presentar batalla con todo lo que tenían, horcas, hachas, guadañas y palos pues ellos eran hombres y mujeres de condición humilde pero dispuestos a defender su tierra y honor.
 
La Herradura.