En la localidad de Íllora, uno de los sucesos históricos más trágicos de los ocurridos en los últimos cuatro siglos fue la epidemia de peste que tuvo lugar durante el año 1681. Se prolongó durante cerca de seis meses y fallecieron más de 550 personas.
Durante este
periodo hubo casos de cobardía y
dejación de funciones por parte de médicos y autoridades pero también de
heroicidades. Quizás la historia se podía haber escrito de otra forma pero a mí
me parece ésta como una posible crónica
de aquel tiempo oscuro y trágico que azotó a un pueblo y sus habitantes.
Cuenta la leyenda que…La
peste, esa muerte engendrada por el mismísimo diablo, cubrió con su manto a
nuestra hermosa Illora, no perdonaba a nadie, ricos o pobres, padres o hijos,
aquí un marido sin esposa, allá una madre lloraba a sus hijos… el dolor y sufrimiento
se había establecido en las calles de Illora.
«Yo» recién cumplidos los
diecisiete veía aterrorizada como eran enterrados los cuerpos infectados de niños,
mujeres y hombres que unos meses antes gozaban de una salud de hierro. Todo
parece indicar que en el mes Mayo, la maldita enfermedad apareció infectando a
un carretero que vendía pescado desde la costa, fue visto y no visto la propagación
de la enfermedad se hizo rápida entre la población.
El médico de la villa habló
con las autoridades que abrieron un hospital para poder curar a los enfermos.
Las plegarias… muchas plegarias para buscar la protección del todo poderoso que
a estas alturas, parecía que se había quedado sordo con el constante rumor del
pueblo.
Las autoridades municipales buscaron
otro sitio más seguro para dirigir la crisis, poniendo tierra de por medio a
fin de no infectarse. Y las fuerzas sanitarias huyeron como ratas, dejando a
los habitantes del pueblo a su maldita suerte.
Solo unos pocos valientes se
quedaron para ayudar a los que se morían, entre estos había un joven apuesto llamado Francisco Sebastián,
hijo de Antón Ruiz Calvo.
Mi corazón estaba preso de
su mirada dulce y franca, su imagen de joven fuerte y vigoroso me hacía soñar
con sus caricias y sus besos, nuestras promesas de amor estaban previstas para
final de año con el consentimiento de nuestros respectivos padres, la boda se
celebraría el día de Navidad de ese
maldito 1681.
Nunca Francisco negó ayuda a
un vecino su carácter afable siempre le
había reportado el respeto de los vecinos de Illora y ahora que todo el mundo
necesitaba una mano humanitaria, y él no iba a ser menos. Sabiendo que su vida
corría peligro pidió trabajar en el hospital y ayudar en lo que fuese
necesario, una vez más demostró su caritativa personalidad y su alma noble.
Fueron días de desesperación
en un pueblo llenos de lamentos, dolor y no había día en que los muertos se
contaban por decenas, familias que hacía menos de unos meses bailaban y se
divertían al fuego de una hoguera ahora enterraban a sus muertos entre gritos
de dolor y rabia.
Una tarde en la misma puerta
de la iglesia de la Encarnación entre rezos y súplicas se me acerco Francisco,
con semblante serio y agotado, sus ojos
antes alegres y vivos aparecían tan tristes que mi alma se rompió al verlo tan
hundido.
––María…esto no acaba, todos los días tenemos que
enterrar a mas vecinos y no podemos frenar la epidemia y las autoridades de
Granada se ven impotentes, no saben qué
hacer…María esto…esto es el fin del mundo.
Aquellas palabras sonaron en
mis oídos como puñales clavados y su ánimo hundido me hizo cogerlo de la mano y
mirándole a los ojos, le dije lo mucho que le quería y que Dios no permitiría
que todo terminara de esta manera.
El me miro con sus ojos
negros y con un suspiro de resignación
me besó la mejilla diciéndome.
––¡Ojala María… ojala Dios te escuche!
No pasaron tres días cuando
se presentó en mi casa con la alegría de quien ha descubierto un tesoro, sus
gritos desde la puerta me sobresaltaron y mi corazón quería salir corriendo de
mi pecho, corrí escaleras abajo cuando se abrazó a mí elevándome por los aires.
––María nuestras plegarias han sido oídas. Ayer llegó un
médico desde Granada para ayudar a los enfermos. Dice el galeno que en cuanto
supo de la desgracia que asolaba Illora
se puso en camino para ayudar con su saber y conocimiento.
––Eso es maravilloso Francisco… ¡ves cómo hay que tener
fe! ¿Y cómo se llama este buen hombre?
––El Licenciado se
llama como yo Francisco Rui Pérez ¿no te parece un milagro? ––Sus ojos brillaban
con una luz especial. Por fin hay alguien con conocimientos que puede ayudar entre tanto dolor.
Me acerque a él y le di un
beso con toda la dulzura que mi corazón albergaba, el me miro a los ojos, sus
manos se posaron en mi cintura y sus labios sellaron los míos, solo hubo silencio un largo y cálido silencio, porque
todo estaba dicho.
La enfermedad continuaba haciendo
estragos, allí amanecía colchones, aquí sabanas y prendas de vestir, que con su
presencia pregonan el contagio. La persuasión de estar ante un castigo divino
multiplicó las rogativas, penitencias y fundaciones piadosas.
Un ruin 27 de Junio de
1681, mi Francisco-Sebastián moría en el
hospital víctima de la peste por haber
ayudado a los enfermos que allí había, por haber compartido el dolor y la
tragedia de sus vecinos, por haber sido un buen cristiano y no como otros que
se libraron al poner tierra de por medio. El estuvo con los necesitados y los
consoló en su sufrimiento….hasta que le llegó la hora a él.
Después supe que el cirujano
de Granada con el que Francisco colaboró en el hospital, D. Francisco Rui
también murió el lunes 7 de Julio curando e infectado por la enfermedad.
Si de algo se sienten
orgullosos los vecinos de Illora, son de estas dos personas que en su humildad
demostraron su gran corazón y sacrificio hacia los demás.
Y esto que te cuento
Francisco Sebastián es la historia de tu padre para que levantes la cabeza con
orgullo y a los que ahora se mofan de ti por no tener padre, pregúntales dónde
estaban los suyos aquel Junio de 1681…